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EL MAPA DE ÉMILE
Es un mapa donde Émile planificó todos y cada uno de sus movimientos. La macabra tarea del infanticida tenía mucha más planificación de la aparente. Cada una de sus víctimas era escogida de forma previa —los criterios que Émile utilizaba, sin embargo, son difíciles de determinar— e investigada a fondo. Para el momento que Émile lograba raptarlos, él ya tenía toda la información que necesitaba: Un nombre, detalles básicos de su personalidad, gustos, etc.

Émile buscaba a todas sus víctimas en España, a pesar de ser francés. Le permitía dejar mucho menos rastro. La zona del Ampurdán fue su predilecta.
FRIDA
Su juguete: Un astronauta grande, a juego con el de su hermano.
Le gusta: Incordiar a su hermano, el espacio, las estrellas
Le desagrada: Que otros incordien a su hermano, ir a clase
Otros detalles: Se compró el juguete junto a su hermano, ya que su interés por la astrología es de lo muy poquito que comparten.
DÍA DE LOS HECHOS
PAU
Su juguete: Un astronauta pequeño, a juego con el de su hermana.
Le gusta: Robarle el astronauta a su hermana, los parques de atracciones, la Luna
Le desagrada: Que su hermana le incordie, la gravedad, que ser astronauta sea cosa de ciencias
Otros detalles: Se compró el juguete junto a su hermana, ya que su interés por la astrología es de lo muy poquito que comparten.
DÍA DE LOS HECHOS
EMMA
Su juguete: Un caballito de montar
Le gusta: Los caballos, la hípica, el campo, salir de excursión
Le desagrada: Los perros, los ruidos muy fuertes, quedarse encerrada en casa, que le digan qué hacer.
Otros detalles: Es curioso como alguien que no teme (demasiado) a un caballo, un animal potencialmente peligroso, sí que puede tener pavor de perros muchísimo más pequeños. Fue atacada por uno de muy pequeña, y se le quedó el mal trago.
Su caballo favorito es Capitán, aunque ella asegura que "no juega a los favoritos".
DÍA DE LOS HECHOS
ADELA
Su juguete: Un cochecito rojo
Le gusta: Ir a ver carreras con su familia, las galletas, viajar con su familia
Le desagrada: La ropa con la que le visten, perderse sus carreras favoritas.
Otros detalles: Desarrolló su interés por las carreras por ser una actividad que reune a toda su familia. Apenas se entera sobre ellas, pero le hace feliz ver a sus padres disfrutarlas.
Hace todo lo posible por contentar a su familia. Sus padres están a poco de divorciarse, y cree que podrá solucionarlo ella solita.
DÍA DE LOS HECHOS
LLUNA
Su juguete: Un patito de hojalata
Le gusta: Salir al campo, dar de comer a los patos, los ríos y los lagos
Le desagrada: Las piscinas, la ciudad, tener que ponerse ropa incómoda
Otros detalles: Criada en el campo, está aún muy poco adecuada a la vida de ciudad. Si fuera por ella, pasaría el día con los prismáticos de su madre haciendo burdos bocetos de pajarillos.
Se conoce la mayoría de los sitios interesantes que hay cerca de su masía.
DÍA DE LOS HECHOS
ÉMILE
Su juguete: Se crió en una juguetería. ¿Por qué bastarse con uno?
Le gusta: Recordar las nanas de su madre, coleccionar juguetes de todo tipo
Le desagrada: Su padre, los hombres malos que vienen a la tienda de vez en cuando, ser un llorón
Otros detalles: Émile ya no es un niño. Pero fue de hecho durante su infancia que desarrollaría sus mórbidos intereses, como respuesta a los traumas y abusos que tuvo que sobrevivir. No conserva ya sus juguetes, pero sí la estantería.
DÍA DE LOS HECHOS
ANNIE
Su juguete: Un osito de peluche
Le gusta: Los lirios de cala, salir con su padre, hacerse la mayor
Le desagrada: La soledad, los hospitales, no poder dormir por la noche
Otros detalles: Su madre murió tras una grave enfermedad. Ante eso, su padre empezó a sobreprotegerla, completamente decidido a no dejar que nadie se llevara lo único que quedaba. A veces, Annie intentaba escaparse de esta continua vigilancia.
DÍA DE LOS HECHOS
ALBERT
Su juguete: Una espada de madera
Le gusta: Las recreaciones medievales, la historia, esgrima
Le desagrada: Aprender fechas, la ropa actual, el fútbol
Otros detalles: Pau siente como si hubiera nacido en la época equivocada. Cree que, en efecto, él debería haber sido un caballero medieval. No le hables mucho de las partes malas de eso, sin embargo, que no quiere saber sobre ello.
Le encanta la Festa de Trobadors de su pueblo, aunque cree que casi nadie se lo toma en serio. Aún no entiende de que es, mayormente, una forma más de hacer negocio.
DÍA DE LOS HECHOS
RUT
Su juguete: Una paloma de peluche
Le gusta: Su abuelita, las palomas, la ciudad, la casita del árbol
Le desagrada: Los gatos, la lluvia, el campo
Otros detalles: Es curiosamente contraria a Lluna, a pesar de que ambas comparten afición por observar la fauna aviar. Le gusta ir muy limpia, y ni el campo ni la lluvia le dejan en paz.
Se mudó hace poco a un pueblucho de costa y no lo ha procesado del todo. Le cuesta admitir que le gusta el sitio, ya que ahora tienen un jardín.
DÍA DE LOS HECHOS

El interactivo
A menudo escuchamos sobre casos como el de las víctimas de Émile. Las noticias están plagadas de historias atroces, de las que sin embargo, raramente sabemos mucho de lo que realmente implican. Las víctimas suelen ser anónimas o poco más que un nombre y una cara borrosa, y no pensamos en lo que realmente implican.
Este interactivo busca aportar más sobre cada uno de los niños que fueron presa de Émile. Conoce un poco sobre ellos y los hechos que rodearon el final de cada uno, y algunos detalles que permiten comprender más la metodología del infanticida, e incluso qué es lo que le llevó a convertirse en un asesino en serie.
Instrucciones
Este interactivo está diseñado especialmente para ordenadores. Recomendamos visualizarlo en horizontal.
Haz click en los distintos objetos para obtener información sobre sus propietarios. Los objetos con los que puedas interactuar adquirirán color al pasar el ratón por encima.
Conoce la historia de cada uno de los niños haciendo click en "Día de los hechos", que abrirá las historias de cada uno de ellos.
Haz click en el fondo para salir de cualquier pestaña.

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Las ruedecillas del coche recorrían el asfalto. Primero hacia delante, después hacia atrás, y de nuevo hacia delante. El coche no era teledirigido: En su lugar, la mano de Adela lo empujaba de un lado a otro, una y otra vez. Y lo hacía con la ilusión de un niño que aún no ha tenido suficiente de un juguete nuevo. Porque, vaya, aquel era un juguete muy especial.

Recordaba vivamente cuando viajaron a Montmeló -su padre y ella- para ver una de esas carreras que tanto le apasionaban a él en vivo. Adela las había visto siempre por la televisión, y no las entendía mucho, pero sabía que a su padre le resultaban muy importantes. Y por lo tanto, ella acabó por cogerle también el gusto. Y cuando finalmente pudo ver en directo esos ruidosos coches, estuvo eufórica: No se asemejaba en absoluto a la televisión. ¡No habían anuncios! Solo mucha gente, tan entusiasmada como su padre, y coches. Muchos coches, de muchos colores.

Pero a su padre le gustaba uno de color rojo. Adela no entendía de marcas, países ni equipos, pero sí de colores. Y si a su padre le gustaba el rojo, a ella también. ¡Y fue el rojo el que ganó! Y su padre, claro, estuvo la mar de feliz. Después de la carrera hicieron un poco de turismo, y fue allí, en una tienda de recuerdos, en la que vio un coche que se parecía bastante al que hacía tan feliz a su padre. Y Adela, claro, se encaprichó con él de inmediato. Porque quería algo que pudiera hacer feliz a su padre.

No le tocó insistir mucho. Antes de poder siquiera pedirlo, su padre ya se lo había comprado.

Había pasado una semana desde aquello, y habían regresado a Empuriabrava. El cochecito aún relucía de lo nuevo que estaba. Y Adela revivía aquella carrera en su cabeza, perdiendo un poco el norte: Pensaba en aquellos coches -que no eran rojos- y tal y como empezó a correr, para mover su cochecito rojo por la acera, casi podía imaginárselos compitiendo contra el suyo. Iba haciendo ruiditos de coches. Que si un —nyoom, nyoom— y un —broom, broom— Y pensaba en cuál de ellos era más acertado. Y, ¡Oye! ¡El coche azul que había imaginado acababa de adelantarle! Aún sin decidirse sobre qué sonido hacer, empezó a correr aún más. .

Y entonces, su cochecito chocó contra un muro. ¿O era un pie…?
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Pocas cosas hacían más feliz a Albert que la llegada del setiembre. Y es que para un niño como él, de Castellón de Ampurias de toda la vida, aquello significaba ver su ciudad teñida de aquel toque medieval, pues inequívocamente, se celebraba la Terra de Trobadors. Y Albert estaba particularmente convencido de que aquella era la época a la que pertenecía. Aquella feria le permitía poder ir todo disfrazado -con una túnica en extremo satinada, una cacerola que hacía las veces de rodela, y una espada de madera, adquirida muy recientemente- sin que le juzgaran. Según Albert, claro, aquello no era un disfraz, si no la ropa que le encantaría llevar cada día.

Castellón era minúscula y sus padres ya no necesitaban estar encima suya, por lo que había salido a pasear por su propio pie. Con sus ahorrillos, había comprado comida aquí y allí y estaba observando las paraditas. Eran las mismas que cada año, y a estas alturas se las conocía de memoria. La gente era algo más variada: La mayoría eran turistas de la zona del Ampurdán, muchos los cuales no se habían tomado la molestia de disfrazarse, y ofendían en sobremanera al chaval. Porque le sacaban demasiado de su juego mental.

Nada que una pequeña recreación de combates medievales no pudiera solucionar. Eran los mismos que venían cada año, y a estas alturas Albert se conocía el espectáculo de memoria. Ahora este lanzaba una estocada, que casi parecía ser vencedora, pero tropezaba y acababa dando la victoria a su enemigo. Y ahora venía una chavala embutida en armadura, y retaba en combate al ganador. Y después, por alguna razón que no lograba comprender, jugaban a las sillas y hacían otras cosas más orientadas a agradar a los más pequeños.

Y Albert se creía ya muy mayorcito para eso, y en su lugar soñaba con poder hacer las cosas mejor. ¡Que le retaran a él a un combate! Había visto muchas películas y leído lo suficiente como para hacerlo mejor. Y un combate de verdad, claro, no una obra de teatro repetida una y otra vez. ¡Que le echaran un oponente delante! Con esos pensamientos iba a volver a casa, porque mirando el espectáculo se le había hecho tarde, cuando de repente, escuchó una voz desde un callejón.

—¡En garde, joven caballero!— El acento francés del hombre le otorgó a aquella frase mucha más veracidad, y Albert, que casi parecía haber estado esperando esto, respondió al duelo al que un hombretón -propiamente vestido para la época- le había retado. ¡Era su oportunidad! ¡Es lo que había estado esperando!

—¿Has venido desde las tierras francas a retarme?— Usaba un vocabulario que se había aprendido de memoria, pero que no sabía siquiera qué significaba.

—Oui, caballero. ¡Ahora, demuestra lo que vales!— Y el hombretón decidió dar una primera estocada.

En la realidad en la que Albert se había inmerso, no había nada raro en todo aquello. Ya no veía ni el callejón oscuro en el que se había metido, si no una opulenta sala de baile con un candelabro danzando de un lado a otro. Y el hecho de que aquel hombre fuera ya demasiado mayorcito para esos juegos tampoco le chirrió mucho. Durante un momento tuvo unos pases amistosos con el desconocido, y por un instante, Albert parecía más feliz que nunca.

Sin embargo, su contrincante se aburriría del juego pronto. Y su próximo golpe no iba a fallar.
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Como cada mañana, volvían a estar en aquel cómodo y acogedor establo. Y como cada mañana, Emma miraba a Capitán, un hermoso y enorme caballo de un marrón intenso, que mansamente comía el heno que le tendía. Lo hacía siempre con todo el respeto que un animal que te triplica en altura merece: Con un poquito de distancia, y con la mano temblando. Y aun así, siempre se le iluminaba el rostro cuando el animal, inequívocamente, aceptaba sus ofrendas.

Emma echó un vistazo a su madre y advirtió que esta estaba ocupándose de los otros caballos. Aprovechó ese margen para darle una manzana al enorme animal, cosa que no le era permitido —porque Capitán tenía que seguir una dieta muy específica, y porque ella tenía que comer fruta—, pero la chica disfrutaba haciendo lo contrario a lo que debía.

Fue entonces que su madre, que había advertido la rebeldía de Emma, suspiró (sabiendo que no iba a ganar mucho regañando a la chiquilla) antes de hablar. —Coge tu caballito, Emma. Ya nos vamos.— Y por caballito quería decir un triste palo con una cabeza de caballo en la punta. Con una rueda en la otra. No es que fuera un mal juguete (y de hecho, a su mamá le había costado un ojo de la cara), pero era difícil compararlo con el animal de verdad. Con una mano temblorosa, la chiquilla le hizo un último pat-pat a Capitán.

—¿Cuándo me vas a enseñar a montar, mamá?— Intentando no tartamudear, a pesar de lo mucho que le imponía el contacto con Capitán.

—Aún no. Date prisa.— Fue la única respuesta de su madre, que sonaba particularmente cansada.

Emma recogió su juguete y, pesarosa, le hizo un adiós con la manita a Capitán. Y una vez fuera, mientras su madre cerraba las puertas del establo, empezó de nuevo a pensar en hacer justamente lo único que no podía hacer: Montar en caballo. Empezó a juguetear con su caballito. Si le echaba un poco de imaginación y no miraba hacia atrás, casi podía imaginarse que era un animal completo, y no una cabeza pinchada en un palo. Casi, casi. Las ganas que tenía de montar en el animal lograban cegar un poco su sentido de la realidad, a pesar de que Emma era ya algo mayorcita para esas cosas.

Y si se metía entre los arbustos, claro, aún vería menos que las piernas que movían el caballito eran las suyas, y podía imaginar que en su lugar cabalgaba a lomos de un glorioso jamelgo. No quería admitir que era Capitán, por supuesto, porque en su cabeza intentaba formar algo aún mejor que Capitán, pero se le parecía mucho. Y antes de que pudiera darse cuenta, estaba inmersa de pleno en aquella visión. Recorriendo las llanuras salvajes, en algún lugar recóndito de algún país cuyo nombre siquiera podía acabar de imaginar.

Fue entonces cuando escuchó algo. —¡Enemigos, Capitán… uh, Capitana!— Recordemos, estaba intentando pensar en que su caballo era otro. —¡Corre, corre!— Y fue entonces cuando escuchó un flechazo. Había estado mirando documentales con su padre, y no supo como interpretar el ruido de lo que vino a ser una pedrada de otra forma.

La piedra le acertó en la pierna. Pero, en su imaginación, la flecha acertó de pleno a Capitana.
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Ahora que pisaban el campo mucho menos, Lluna disfrutaba aún más de aquellos picnics en familia. Desde que sus padres consiguieron un trabajo en Gerona, visitaban muy poco la masía, y aquellos momentos se habían convertido en una rareza.

Miraba a su patito de hojalata. Se lo habían comprado porque echaba mucho en falta a los de verdad, y era la primera vez que se lo traía aquí. Y estaba desesperada por poder cogerlo y presentárselo a los patitos de verdad. Y justo pensando en eso, le pareció ver uno que asomaba entre los largos girasoles que rodeaban la zona en la que habían decidido comer.

—¡He visto uno, mamá! ¡He visto uno!— Se levantó casi como si tuviera un resorte.

—Lluna, has visto muchos patos ya. ¿Qué más dará…?

—¡Cuack-cuack no los ha conocido aún!— Cogiendo su pato de hojalata y ajustándose un poco sus incómodos zapatos, añadió, —¡Voy a presentárselos!

Y salió corriendo tras el animalejo. Sus padres no iban a pararla, porque estaban cerca de la masía y Lluna se conocía la zona al dedillo. Como por ejemplo, aquellos girasoles. Cubrían gran parte del terreno y formaban parte de la propiedad familiar. Y sin embargo, esta vez a Lluna se le antojaban un poco más altos que la última vez, sin embargo. No habían ido a la masía desde hacía meses, y… Vaya. Se dio cuenta de que su memoria no era la mejor.

O quizás es que estaba muy ocupada siguiendo la colita del pato. ¡Sí, un pato! Dejó de pensar en los girasoles. No podía perderse si seguía al pato. Porque este iba a ir al lago, donde Lluna no pudiera alcanzarlo, y una vez estuviera en el lago se orientaría mejor. Y la intuición de la niña no fue equívoca: Acabaron de hecho en la orilla de este, lejos de aquellos girasoles abrumadores y más cerca de aquellos juncos, que siempre se le habían antojado más amables.

Se arrodilló cerca del agua y puso a Cuack-Cuack en esta, Y entonces se dio cuenta: El animalillo se hundía. Oh, vaya. El resto de los patos no parecían tampoco muy interesados ni en ella ni en su animalito, y de hecho parecían rodearla. Casi más que de costumbre. Escuchaba ruiditos a su alrededor, y asumía que debían ser los animalejos, que se habían despertado más desconfiados que de costumbre.

—Jó. C-Cuack-Cuack es un amigo, no un enemigo. T-Tendríais que enseñarle a nadar.— Miró a uno de los ánades muy fijamente, como si le entendiera.

Fue entonces cuando -en el reflejo de la orilla- advirtió… algo más. Una especie de sombra que se erguía por encima de ella. Espera, ¿Era esto de lo que huían los animalillos…?
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Volvía a trepar las escaleras de lo que era su parte favorita de su nuevo hogar: Una casita en un árbol.

Mudarse había sido difícil para Rut. Se había criado en plena Barcelona, y era la más urbanita que pisara la zona del Puig-Rom. Estaba acostumbrada a la gente, al ruido del transporte público, las tiendas aquí y allí, y lo poco que tenía que ensuciarse cuando iba de un lado a otro. Y ahora estaban en aquella… urbanización, que siquiera estaba cerca del núcleo de aquel pueblo. Rosas no era exactamente una villa minúscula ni tampoco podía llamarse de campo, pero el único momento del año en el que sus calles se llenaban era en agosto. Y todo olía a mar, y allí donde tenían la casa, todo estaba lleno de tierra y bichos.

Pero había algo bonito en todo aquello. Y es que habían pasado de vivir en un piso que se caía a cachos, del cual sus padres se quejaban a menudo (ya fuera por el precio del alquiler o las condiciones en las que vivían) a tener una casucha con jardín para ellos solos. Se habían mudado tras que la abuelita de Rut empezara a necesitar ayuda para las cosas más básicas, y era obvio que sus padres se iban a quedar con la casa una vez pasara esta a mejor vida.

Rut no sabía cual era el interés de sus padres, claro. Lo único que sabía es que ahora tenía una casita en un árbol, alejada de toda la suciedad del suelo, donde miraba la fauna de la zona —mucho, mucho más diversa que la de Barcelona— y cotilleaba con Pompón, su peluche. Tenía forma de paloma. Y era redondo, y suave, y es que echaba muy en falta a las palomas de la capital. Porque todos esos otros pájaros que había visto huían de ella al mínimo movimiento, y no podía ni darles de comer.

—Hoy la abuelita no ha hecho de comer.— Le explicaba a su paloma. —Así que ha cocinado papá. Que no sabe cocinar mucho. Por eso no te he traído sobras, ni a ti, ni a tus amigos.— Con amigos, se refería a los herrerillos que iban haciendo de las suyas entre las ramas. No es que hubieran comido nunca de lo que Rut traía, pero ella quería creer que sí.

Mientras miraba por la ventanita de la casa, sin embargo, advirtió algo distinto a los ruidosos pajarillos amarillos de siempre. Rut era en extremo observadora, y siempre buscaba nueva fauna que apreciar. Y aquello que se movía por su jardín era muy grande, ¿No? Quizás no era un pájaro. Quizás era un animal. ¿Un gato? No, no. No podía ser un gato. Algo más grande. ¿Un perro…?

No. No podía ser un perro.

Eso estaba trepando. Y miró de nuevo, y esta vez sí, vio que era un hombre. Un hombre enorme, desconocido. Y de repente, ella era el pajarillo que iba a ser mirado. Un pajarillo enjaulado. ¿Cómo iba a salir de ahí? No había otra manera de bajar. No podía saltar: El árbol estaba muy alto. Y no volaba, claro. Pompón quizás sí, pero ella… ¡Ella no!

En su casita del árbol, hasta ahora su sitio favorito, se encontró encarcelada. Y por primera vez, quizás pensó que tener un canario habría sido muy cruel. Pero ya era demasiado tarde para reflexionar sobre eso.